El diccionario de la lengua española de Espasa- Calpe define las humanidades como la “rama del conocimiento que incluye la historia, la literatura, las lenguas clásicas, modernas y el arte, entre otras disciplinas caracterizadas por no tener una aplicación práctica inmediata”
lunes, 27 de abril de 2015
viernes, 24 de abril de 2015
EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL COLERA
ESTA NOCHE en las instalaciones de la sede cristo rey de la UCC , los estudiantes de derecho de humanidades II participaran de la película de una de las obras mas representativas del escritor Gabriel Garcia Marquez "EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA"
jueves, 23 de abril de 2015
FICHA CATALOGRAFICA
Los estudiantes de humanidades deben realizar esta ficha para la exposición de las obras de arte realizadas en el aula. (todos los programas)
miércoles, 22 de abril de 2015
lunes, 20 de abril de 2015
¿Que relación tiene el texto con el libro socializado en el club de lectura?
La redención por la belleza
(Estudiantes de humanidades II contaduría publica)
Estanislao Zuleta fue más que un
filósofo: celebraba el presente a través del conocimiento y pensaba que un
mundo extraordinario sí era posible. Este es un retrato íntimo de sus
enseñanzas, su historia y sus convicciones.
Por: William Ospina
Archivo de José Zuleta
Recuerdo que una noche estábamos en
fiesta con un grupo de amigos y comenzamos a cantar. Estanislao Zuleta era uno
de los contertulios y de repente vi que entraba en el coro y entonaba con los
demás un tango. “Estanislao —le dije—, pensé que no te gustaban los tangos”. “Y
no me gustan —respondió—, pero nunca he podido olvidar que mi padre murió con
Gardel”.
Tengo la sensación de que en ese
recuerdo está cifrado mucho de lo que era Estanislao Zuleta. No sólo porque
allí está uno de sus más decisivos recuerdos personales, el de ese padre al que
no alcanzó a conocer pero que no podía dejar de ser su sombra tutelar, porque
llevaba su mismo nombre y porque trazó en su breve vida el signo de lo que
sería el destino de su hijo: los libros, las amistades literarias, el arte de
la conversación, sino también porque revela esa capacidad de Estanislao de no
renunciar a sus convicciones pero establecer un dialogo, una suerte de pacto,
con la realidad.
Mucho habrá meditado en su vida sobre
ese padre ausente, al que él debió reemplazar con una larga serie de padres
míticos: Kant y Marx, Nietzsche y Freud, instauradores del sentido de nuestra
época, grandes descifradores de nuestras tragedias históricas, de los que había
que aprenderlo todo pero con los que había que librar también grandes combates.
Tal vez esa evidencia de la muerte
como realidad suprema y como límite hizo de Estanislao un ser tan aferrado al
presente como morada de la existencia. Le gustaba más filosofar en medio de la
tertulia, hacer de la vida una fiesta viva del pensamiento, antes que
confinarse en los cubículos de la academia. Siempre vuelvo a escuchar una frase
de Goethe que a menudo escuché de sus labios. “No la busques en el pasado por
medio de la añoranza, no la busques en el futuro por medio de la esperanza,
porque la felicidad está siempre aquí, está en ti, eres tú quien no estás a su
altura”. Algo lo llamaba continuamente a vivir el presente, a superar la
pesadumbre del pasado viviendo el ahora con plenitud. A decirse: si el hoy es
bello, todo el ayer está justificado.
Cuando pienso en Estanislao Zuleta,
viene menos a mi memoria un profesor, un conferencista, un polemista, que un
hombre aplicado a compartir con los demás la pasión de vivir, el esfuerzo por
hacer de la vida algo significativo, la pasión por el pensamiento, la pregunta
por la belleza, el culto de la creación, el anhelo continuo de descifrar los
enigmas del arte, de entender los dramas de la historia, de encontrar caminos
para la sociedad.
Estanislao leía mucho, leía desde
niño, leía continuamente, pero yo tengo la sensación de que sus verdades más
profundas ya las llevaba consigo, y no se las habían dado los grandes
filósofos, ni los grandes teóricos de la política, ni los graves profesores,
sino los poetas y los artistas.
“¿Sabes por qué lloras —decía citando
a Hölderlin— a causa de qué languideces? ¿Sabes qué es aquello por lo cual has
hecho duelo en el fondo de todos tus duelos? No es por algo que hayas perdido
hace apenas algunos años. Nadie podría decir exactamente cuándo estuvo aquí, ni
cuándo se fue. Pero es algo que existe, que está en ti. Tú marchas en busca de
un mundo mejor y de un tiempo más bello”. Yo tenía 20 años cuando lo conocí, y
desde entonces supe que ser amigo de Estanislao era marchar en busca de un
mundo mejor y de un tiempo más bello. Que lo que había en él sobre todo era un
juicio severo sobre el orden mental y moral en que vivíamos, una valoración de
la herencia de la civilización.
Estanislao era un gran rebelde y un
gran revolucionario. Pero su deseo de una revolución no se limitaba a la
búsqueda del derrocamiento de unas castas políticas, ni siquiera a la búsqueda
de la destrucción de un sistema económico. Su rebeldía iba más allá. Él soñaba
con la instauración de un orden distinto de civilización. Él creía en el
llamado de Hölderlin de que todo debe cambiar en todas partes, la educación, el
trabajo, la fiesta, la moral, nuestra relación con el cuerpo, con la memoria,
con la ley, con la imaginación.
Por eso, aunque participó de las
esperanzas que había fundado en el mundo moderno el pensamiento de Marx, la
búsqueda de otro orden político, luchó siempre por superar los dogmas
marxistas, unos nacidos del pragmatismo político pero otros gestados incluso en
la fronda ideológica que Federico Engels había tejido en torno a las teorías de
Marx.
Yo creo, y esto no es una afirmación
sino sólo una sospecha, que Estanislao desconfiaba de esa tendencia tan alemana
a hacer de cada idea afortunada el fundamento de un sistema que diera razón de
todas las cosas. Tal vez Estanislao no habría dejado de aprobar la afirmación
de Borges de que un sistema consiste simplemente de subordinar todos los
aspectos del universo a uno cualquiera de ellos. Sí, todo está determinado por
la economía, pero también todo está determinado por la psicología, pero también
todo está determinado por la biología, pero también todo está determinado por
el orden cultural.
Kant había sostenido que hay que
esforzarse por hacer filosófica a la humanidad. Volver a la humanidad
consciente de sus circunstancias, lógica en su conducta, responsable de sus
acciones, consecuente con sus convicciones. Es un alto propósito, pero a nadie
se le escapa que pocas propuestas son tan difíciles de realizar. Si ya es
difícil hacer que los filósofos vivan filosóficamente, ¿cómo haremos para que
los siete mil millones de personas que hoy fatigan el mundo razonen con lucidez
y obren con justicia? Sin embargo, no tenemos otra opción que insistir en esa
tentativa.
Hay que saber que todo está
determinado por unas causas, pero al mismo tiempo hay que creer que podemos cambiar
nuestro destino. “No somos libres —le oí decir un día a Estanislao—, pero
nuestro deber es actuar como si lo fuéramos”. Tenía razón. Es verdad que toda
nuestra vida está condicionada por nuestro origen, por nuestra familia, por
nuestra fisiología, por nuestra lengua, por el orden moral y cultural en que
crecimos, por el mundo al que pertenecemos; pero si obráramos como si no
tuviéramos voluntad, todo en nuestra vida sería fatalismo e indolencia. Asumir
que podemos luchar contra el destino, que podemos gobernar nuestras acciones,
no sólo nos salva de la peor de las locuras, que es el abandono ciego a los
apetitos y a los impulsos, sino que configura realmente un margen de voluntad,
y termina fundándonos como seres libres.
Marx postuló que a través del Estado
la humanidad podría alcanzar un nuevo y más justo orden social, que una clase
social despojada podía tomar las riendas del Estado y a través de él obrar la
vasta redención de la especie contra las miserias de la historia. Lo que nos
demostró el siglo XX fue que de la aventura grandiosa de la toma del poder por
el proletariado en la Unión Soviética o en la China, no se alzó ese socialismo
humanista que Marx buscaba, ni ese proceso de gradual extinción del Estado que
predicaba su doctrina, sino la instauración de unas élites burocráticas que en
nombre del proletariado tiranizaban a la humanidad.
No se puede negar que el sueño había
sido generoso y grande. Pero tampoco se puede negar que el totalitarismo
frustró la nobleza de ese sueño. Y, aun así, tampoco puede negarse que sólo
gracias a la Revolución China, un país inmenso que había sido convertido por el
colonialismo europeo en una suerte de estremecedor basurero humano, no sólo le
devolvió su dignidad a mil millones de personas sino que emergió en el siglo
XXI como la primera potencia planetaria.
Ningún otro modelo político ni
económico habría podido obrar un milagro tan colosal en sólo medio siglo con la
nación más poblada del planeta, una quinta parte de la humanidad. Y sin
embargo, cuán lejos está la China del ideal de justicia, de la instauración de
un ser humano altamente creador, que despliegue sus posibilidades y que sea el
heredero de todos los refinamientos de la civilización. Y cuán grande es el
peligro hoy de que la sociedad china, con su industrialismo, su consumismo, su
inscripción en las expectativas de la sociedad capitalista, se convierta sin
proponérselo en el verdugo ambiental del planeta.
Ahora bien, qué enorme aporte en la
lucha contra la infelicidad humana hizo en las primeras décadas del siglo XX
ese hombre extraordinariamente lúcido, sensible y generoso que se llamó Sigmund
Freud. Qué sabia su manera de entender que nuestra conducta está determinada
por los centrales acontecimientos de nuestra infancia, por los afectos que nos
inscribieron en el orden social, por nuestra temprana configuración como
criaturas de sexualidad y de deseo. Qué admirable propuesta la de convertir al
lenguaje, del que estamos tejidos, en el instrumento mismo de la comprensión de
lo que somos y de la transformación de nuestra conducta.
Lo que no está claro es de qué manera
el psicoanálisis podría cambiar a sociedades enteras, en una época donde todos
los poderes conspiran para alienar al género humano, cuando nos precipitamos
masivamente en las adicciones, en la paranoia de la vigilancia colectiva, en
estados infinitamente controladores de la vida individual, en la edad de los
entusiasmos vacíos, en la histeria de las identidades ficticias, en la
construcción de seductores arquetipos publicitarios y mediáticos a los que
tiene que corresponder cada individuo.
Y también fue una preocupación de
Estanislao descubrir si el psicoanálisis, en su esfuerzo generoso por disminuir
la angustia del paciente ayudándole a adaptarse al mundo en que vive, puede
perder su filo crítico y terminar construyendo simplemente seres integrados,
cuando el desorden global parece exigir cada vez más seres desadaptados y
rebeldes, ansiosos de un orden más humano y de un proceso cultural de grandes
transformaciones.
Es extraño que en esa misma cultura
alemana, que engendró a Marx y a Freud, desde la que fueron formuladas sus
teorías y donde se vivió también la tentación de erigir esas teorías en el
fundamento de sistemas totales, haya surgido la obra desconcertante de Friedrich
Nietzsche, su desafío al orden mental y moral de la civilización, su examen
radical del sistema de valores de Occidente; esa labor como de francotirador
que desconfía de los sistemas, que apunta a derribar las grandes verdades, que
sometió a crítica el orden académico, el poder religioso, los prejuicios
estéticos, los estereotipos literarios.
Qué admirable su capacidad de poner
en cuestión hasta la supuesta coherencia del pensamiento, ese arte poético de
sembrar paradojas que caracteriza a Nietzsche, su intento por revalorar el
horizonte filosófico anterior a la edad de los dogmas, por reivindicar la
filosófica diversidad presocrática. Qué notable que la obra de Nietzsche esté
tan llena de contradicciones, y que sus estudiosos no caigan sin embargo en la ingenua
tentación de denunciarlo por incoherencia, sino que más bien se animen a buscar
en él motivos más profundos, como aquel autor que afirmó: “Las contradicciones
de Nietzsche son incomprensibles, a no ser que se trate del estratega común de
dos bandos opuestos y que esté conspirando el triunfo de un misterioso
tercero”.
Todo esto para decir que Estanislao
Zuleta era un hombre plenamente contemporáneo cuando a mediados del siglo XX
asumió a Kant, a Marx, a Freud y a Nietzsche como sus interlocutores en la
aventura de pensar, y asumió una posición aún más radical, la de considerar la
poesía y las artes como propuestas de conocimiento tan válidas como la
filosofía y mucho más capaces incluso de orientar la conducta y de contribuir a
la instauración de un nuevo ser humano como sujeto de la historia.
La poesía era para él un aliado
continuo en el ejercicio del pensamiento. Un día le pregunté si creía que era
verdad que a la iglesia no le gustan los místicos. “No le gustan —me
respondió—, porque los místicos tienen una relación personal con la divinidad y
pueden prescindir de la intermediación de la burocracia sacerdotal”. Enseguida
me ofreció su demostración de cómo es la relación directa de los místicos con
Dios, recitando unos versos de San Juan de la Cruz:
Descubre tu presencia
Y mátenme tu vista y hermosura.
Mira que la dolencia
De amor que no se cura
Sino con la presencia y la
figura.
Dialogar con Estanislao Zuleta era
dialogar con la gran cultura universal. Verlo reflexionar sobre Shakespeare, por
ejemplo, en esas conferencias en las que no tenía ningún libro al frente, era
asombroso, porque conocía a cada uno de los personajes y podía incluso
establecer paralelos entre ellos, comparar la impaciencia de Romeo con la
inseguridad de Otelo, contrastar la psicología del villano que está destrozado
por la culpa, como Macbeth, con la psicología del villano que no siente culpa
alguna de sus villanías, como Ricardo III. Los cursos que dictaba sobre
Tolstoi, sobre Cervantes, sobre Shakespeare, sobre Kafka, sobre Poe, sobre
Thomas Mann, sobre tantos y tantos autores, y que por fortuna fueron salvados
por las grabaciones magnetofónicas de sus discípulos, nos brindan la ocasión de
acceder a variados ejemplos de su manera de leer, siempre abierta a la reflexión
y a la creación.
Recuerdo que en 1982 yo había escrito
un ensayo sobre la obra del poeta Aurelio Arturo, al que acababa de descubrir,
y que me había impresionado vivamente. Yo me preguntaba qué pensaría Estanislao
de Arturo, pero no había tenido la ocasión de preguntárselo. Cierto día en que
estábamos hablando, Estanislao me hizo sentir que se había interesado en
Arturo, y añadió: “para comprobar que Aurelio Arturo es un gran poeta, basta
fijarse en este par de versos:
Te hablo de las vastas noches
alumbradas
Por una estrella de menta que
enciende toda sangre.
Estrella de menta —repitió—, sólo un
gran poeta logra aproximar así lo más lejano, que es una estrella, con lo más
cercano, que es un sabor”.
De esas cosas estaba llena siempre su
conversación. Recuerdo haberlo visto leer una tarde todo el poema Acuarimántima
de Porfirio Barba Jacob, celebrando por momentos sus triunfos musicales,
censurando a veces sus errores estéticos. Siempre me parece oír con la voz de
Estanislao, y con el ritmo de sus manos llevando la cadencia de los versos, el
que consideraba tal vez el mejor poema de Pablo Neruda, El gran océano, que
está en el Canto General:
Si de tus dones y de tus
destrucciones, Océano, a mis manos,
pudiera destinar una medida, una
fruta, un fermento,
escogería tu reposo distante, las
líneas de tu acero,
tu extensión vigilada por el aire y
la noche,
y la energía de tu idioma blanco
que destroza y derriba sus columnas
en su propia pureza demolida.
No es la última ola, con su salado
peso,
la que tritura costas, y produce
la paz de arena que rodea el mundo,
es el central volumen de la fuerza,
la potencia extendida de las aguas,
la inmóvil soledad llena de vidas.
Estanislao decía los poemas con un
moroso deleite, paladeando la música, y siempre acentuaba las palabras con un
movimiento de su mano, como si estuviera marcando el ritmo. Concedía a la
poesía la mayor importancia, y en algún lugar declaró, para sorpresa de algunos
racionalistas, que un poema es una palabra sagrada, y que una palabra sagrada
es una palabra que no puede ser falsa, que se define como verdadera o nula,
como la música. Es decir, que a partir del momento en que la sensibilidad y la
imaginación aceptan que algo es poesía, esas palabras ya no están sujetas a
refutación, ya pertenecen a un orden superior del lenguaje, no son una
hipótesis discutible sino una verdad inconmovible del corazón.
Por Estanislao conocí yo hace
cuarenta años a Hölderlin, que se convertiría desde entonces para mí en el más
entrañable de los poetas, y cuyos enigmas iluminan y orientan buena parte de
mis reflexiones.
Abiertamente
consagré mi corazón a la tierra
grave y doliente,
y con frecuencia, en la noche
sagrada,
le prometí que la amaría fielmente
hasta la muerte
sin temor,
con toda su pesada carga de
fatalidad
y que no despreciaría ninguno de sus
enigmas.
Y así me ligué a ella, con un lazo
mortal.
Estos versos, que yo inicialmente
pensé que eran un poema aislado, y después descubrí que eran un fragmento del
inconcluso drama filosófico Empédocles, fueron las primeras palabras de
Hölderlin que llegaron a mi vida, a mi vida que desde entonces ha estado llena
de Hölderlin, y son las palabras que están grabadas desde hace veinticinco años
en la tumba de Estanislao.
Yo sé que fue maestro de filosofía y
de psicología, de economía política y de crítica de arte, interrogador de la
pintura y de la música, lector de realidades sociales, descifrador de enigmas,
polemista apasionado, gran amigo, un hombre epicúreo y dionisíaco que vivió con
grandeza y con exceso, con lucidez y con plenitud. Conmigo fue el ser más
cordial, generoso de su tiempo y de su saber. Creía que si tenemos buena
memoria es porque vivimos las cosas con pasión, con atención y con compromiso.
Sentía que en todo ser humano puede estar el germen de un artista, de un
pensador, de un gran creador. Sabía que un orden social favorable y generoso engendra
seres humanos más responsables, más creativos y más plenos. Y si era un rebelde
y un revolucionario en Colombia y en nuestra época, es porque sabía que la
mayor parte de nuestros males nacen de la mezquindad con que son manejados
nuestros países, de la pequeñez con que se manejan los asuntos colectivos, del
modo como una casta ignorante y codiciosa maneja el país como si fuera un feudo
privado, renunciando a las grandes tareas que le exige su tiempo, y tratando a
todos los demás, y sobre todo a los más vulnerables, como advenedizos que no
tienen derecho a intervenir en la definición de los rumbos históricos. Creía
que en la solución de los problemas colectivos tiene que abrirse camino la
memoria personal y la capacidad de construir relatos colectivos, que toda
política verdadera tiene que beber de la más profunda poesía.
Para Estanislao la democracia no era
sólo un modo de elegir a los gobernantes, ni una manera de administrar los
bienes públicos: era la posibilidad de un orden superior de la cultura que
estimule y proteja a los ciudadanos y les permita acceder al legado de la
civilización. Creía de verdad en un mundo donde ser Leonardo da Vinci, o Thomas
Mann, Picasso o León de Greiff no fuera la excepción, creía que el verdadero
dueño de una obra de arte no es quien la compra sino quien la conoce y la ama;
creía que el verdadero dueño de un libro es el que se apodera de sus claves y
lo convierte en parte efectiva de su vida.
Estanislao tenía muchos libros y los
leía silenciosa y apasionadamente. Pero lo que más me asombró toda la vida es
el modo como esos libros se volvían parte de él, no por el simple camino de la
memoria, aunque recordaba literalmente mucho de lo que había leído, sino porque
estaban vivos en su espíritu, y podía dialogar con ellos casi sin necesitar su
presencia física. “Algunos dicen que yo me sé todo el Quijote. Eso no es
verdad. Me lo sé casi todo, pero no todo”, me dijo una vez con una sonrisa.
Otro día me habló de cómo sus autores
favoritos no eran los que tenían un estilo armonioso e impecable, sino los que
escribían en medio de la turbulencia de sus dramas e incluso de sus delirios.
Entre Barba Jacob y Guillermo Valencia, entre el viajero delirante entregado a
los excesos y desgarrado por las pasiones, y el señor feudal que destila
armonías, él se quedaba siempre con el delirante. Veía una suerte de signo
divino en la locura de Hölderlin, en la embriaguez de Poe, en el clima de
pesadilla de la vida de Franz Kafka, en las tormentosas adicciones de
Dostoievski, en la neurastenia de Proust. Pero no porque creyera que esos
sufrimientos fueran la causa de sus creaciones, sino porque pensaba que lo más
admirable de aquellos seres es que habían sido capaces de superar sus tragedias
o de afrontarlas gracias a la creación.
No es que sin el arte hubieran sido
seres normales, más bien es que sin el arte habrían sido seres anodinos,
gastados por la neurosis, destrozados por la compulsión, maltratados por la
sociedad, o resignados a una desdicha trivial, es decir, sin horizontes de grandeza.
El arte hizo de ellos grandes maestros de la humanidad, porque se atrevieron
como el protagonista de Un descenso al Maelstrom, a mirar de frente el remolino
que los arrastraba, y más de una vez descubrieron en sus vórtices la clave para
salir nuevamente a la luz.
Y sobre todo, Estanislao pensaba que
el arte no está para tranquilizarnos, para adornar la realidad, para decorar la
tragedia, sino para enfrentar la complejidad de la vida, los dramas profundos,
las soledades sin nombre, y convertirlas en armonía y en sentido.
Charles Baudelaire había perdido a su
padre y había tenido que idealizarlo: soñar que un padre mítico guiaba sus
pasos por el camino de la belleza y de la poesía. Su madre se había vuelto a
casar y había hecho sentir al niño como algo secundario en su vida. Su familia
le había impuesto una interdicción, y le había impedido al poeta ser el
administrador de su propia fortuna, porque lo consideraban capaz de
derrocharla, cosa a la que tenía todo el derecho. Su madre, además, se había casado
con un general de la República Francesa, un ministro de Napoleón III, y aquel
militar desdeñoso y altivo había hecho sentir al poeta su insignificancia en el
contexto de una familia burguesa y arribista, para la que la poesía era una
forma de la irrisión y el poeta un clochard despreciable.
A Baudelaire le habría gustado
cobrarle a su madre que por ir de salón en salón, de embajada en embajada, lo
hubiera dejado solo con sus sueños y sus demonios, pero ni las cartas servían,
no había un lenguaje por el cual ella pudiera escucharlo. A Baudelaire le
habría gustado, en medio de las tempestades de la Comuna de París, pegarle un
tiro en el corazón a ese ministro del Segundo Imperio, el general Aupick, que
quería esconder a su hijastro como si fuera una alimaña, pero ay, era el marido
de su madre y el segundo hombre más poderoso de Francia.
¿Cómo prohibirle a Baudelaire obrar
su redención, o al menos sublimar su despecho en el escenario privilegiado de
la lengua, y en el vuelo de la poesía, y hacerles sentir no sólo a ellos, sino
a Francia, a Europa, a los seres humanos de muchas edades, que el poeta no es
un resentido vulgar cobrando pequeñas culpas personales, sino un liberador de
las humillaciones de la historia, y que sus armas son la indignación, la belleza
y la música?
Esta fue la respuesta de Baudelaire a
la tragedia más honda de su corazón: el poema Bénédiction (Bendición), el
segundo poema de Las flores del mal, en la admirable traducción que hizo de él
al castellano Estanislao Zuleta:
Bendición
Charles Baudelaire (Traducción de
Estanislao Zuleta)
Cuando, por un decreto de potencias
supremas,
El poeta aparece en este mundo
hastiado
Su madre horrorizada y llena de
blasfemias
Se crispa contra Dios, que la escucha
apiadado.
Por qué no habré parido todo un nudo
de víboras
Antes que concebir este ser
irrisorio.
Maldita sea la noche de placeres
efímeros
En que fuera engendrado mi suplicio
expiatorio.
Puesto que fui elegida entre tantas
mujeres
Para traer desgracia a mi esposo
maltrecho,
Y que como una carta clandestina de
amores
No se puede quemar el monstruo
contrahecho.
Ya sabré yo volver tu odio que me
aplasta
Contra este instrumento de tu
malignidad,
Y sabré castigar esta planta
nefasta
Para que sus retoños no puedan
infectar.
Y mientras así rumia su odio y su
tormento
Sin poder comprender los sempiternos
planes,
Prepara las hogueras que consagra el
infierno
A los inolvidables crímenes
maternales.
Bajo la protección de un ángel
invisible
El niño desechado se emborracha de
sol
Todo lo que cosecha su experiencia
sensible
Es licor de los dioses, néctar
embriagador.
Él charla con las nubes y juega con
los vientos,
Es feliz mientras sigue la ruta de su
cruz,
El genio que lo guía llora al verlo
contento
Como un pájaro libre en una selva
azul.
Siempre le temen todos los que él
quisiera amar,
O al contrario se enervan por su
porte flemático,
Y para hacerlo blanco de su ferocidad
De alguna culpa siempre procuran
acusarlo.
En su pan y su vino mezclan
escupitajos,
Y con desdén hipócrita apartan lo que
toca,
Piensan haber caído horriblemente
bajo
Cuando por azar cruzan la vía que le
es propia.
Su mujer va gritando por los lugares
públicos:
Si me encuentra tan bella para
rendirme culto,
Adoptando el papel de los antiguos
ídolos
Me cubriré de oro como ellos, a mi
gusto.
Me embriagaré de nardos, de inciensos
y de mirras,
Y de genuflexiones, de carnes y de
vinos,
Usurparé con creces en un ser que me
admira,
Todos los exaltados homenajes
divinos.
Y cuando esté cansada de esas farsas
impías,
Mi mano fuerte y frágil sellará su
destino,
Mis garras afiladas como las de una
arpía
Hasta su corazón se abrirán un
camino,
Y como un joven pájaro que tiembla y
que palpita,
Arrancaré del pecho su rojo corazón,
Para satisfacer mi bestia favorita
Se lo arrojaré al suelo, con desdén,
sin pasión.
Hacia el cielo, en el cual ve un
espléndido trono,
El poeta sereno dirige su plegaria,
Y los potentes rayos de su espíritu
lúcido
Le impiden ver los pueblos erizados
de rabia.
Bendito tú, señor, que das el
sufrimiento
Como santo remedio de nuestras
impurezas,
Y como el más excelso y más puro
fermento
Que para los sagrados placeres nos da
fuerza.
Yo sé bien que tú guardas un lugar al
poeta
En las filas felices de tus santas
legiones,
Y que es un invitado tuyo a la eterna
fiesta
De virtudes, dominios y permanentes
dones.
Yo sé bien que el dolor es la nobleza
prístina
Contra la que no pueden la tierra y
los infiernos,
Y que para tejer mi gran corona
mística,
Hay que vencer los mundos y dominar
los tiempos.
Ni las joyas perdidas de viejas
capitales,
Los metales ocultos y las perlas del
mar,
Montados por tu mano nunca serán
bastantes
Para esta diadema deslumbrante
adornar.
Porque estará tan solo revestida de
luz,
Recogida en el foco de rayos
primitivos,
Del que los ojos vivos en todos su
esplendor,
No son más que reflejos vagos y oscurecidos.
DE LA EXPERIENCIA SONORA AL COLOR
La creatividad como característica humana es el motor del
cambio, del progreso y en definitiva de la evolución. La creatividad es a la
evolución cultural lo que la mutación genética a la evolución natural
(Csikszentmihalyi, 1996) y todos podemos contribuir en algo a la evolución
cultural aunque no seamos recordados por ello.
PROCESO DE LA ACTIVIDAD DE PINTURA
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